Tributo a William Baumol: de la enfermedad de los costes a los tipos de emprendedores

13 octubre 2017

El 4 de mayo de 2017 murió el economista William J. Baumol. Hijo de emigrantes del este de Europa, nació en el Bronx (Fort Apache) y cursó sus primeros estudios universitarios en un centro que era «excelente» en filosofía, pero «mediocre» en economía. De ahí que los estudiantes interesados en la economía se rebelaran y «decidieran tener clases paralelas y actuar como profesores». El sistema funcionó a corto plazo («creo que con este método aprendimos más de lo que hubiéramos aprendido con buenos profesores») y, encima, le salvó a largo plazo, cuando decidió realizar su doctorado en la London School of Economics (LSE).

Al principio, Lionel Robbins rechazó su petición, pero Baumol insistió y, al final, Robbins trató de quitárselo de en medio, abriéndole la puerta del máster. El rebelde Baumol se encontró en su salsa, pues las clases de Robbins tenían el formato de debate que ya había experimentado Baumol en su formación previa. El resultado final fue que:

«en dos semanas… se me desplazó desde el máster al doctorado y a las tres semanas me convertí en profesor».

Este doctorado que inició tan rápidamente lo culminó con la defensa de tesis «más larga y más deliciosa en la historia de la economía»: «con whiskies y soda en el Reform Club. Duró cinco horas».

Al terminar el doctorado, dejó sus clases en la LSE y se fue a Princeton, donde estuvo 42 años, antes de irse a la Universidad de Nueva York (NYU) por varias razones que reflejan muy bien su inconformismo y su apuesta por la diversidad: en Princeton se encontraba muy bien, pero «demasiado cómodo» y «un poco de variedad sería buena». Además, los estudiantes de la NYU eran «más heterogéneos», y tenían «distintos acentos (y) muchos colores».

La enfermedad de los costes

El diagnóstico de la enfermedad de los costes se culmina en su celebrado artículo de 1967 («Macroeconomic of Unbalanced Growth: The Anatomy of Urban Crisis», publicado en The American Economic Review (AER), pero había empezado antes, con su investigación sobre las “Artes interpretativas” (1965, AER), donde, tal y como se indica en su título, se aborda «La anatomía de sus problemas económicos».

Dicha investigación se pone en marcha gracias al apoyo del Twentieth Century Fund, que deseaba fomentar las artes interpretativas y que, para lograrlo, puso en marcha dos estrategias paralelas: por una parte, reunió gente de negocios sólida y buena, para mostrar que aquello no era «una conjuración de comunistas homosexuales» y, por otra, encargó un estudio riguroso.

«Alguien les dijo que había un economista loco en Princeton que estaba interesado en el arte» y de ahí que se lo pidieran a Baumol («se equivocaron de arte, pues yo estaba interesado en la pintura y la escultura»), quien, al final, aceptó el encargo con la condición de que financiaran la colaboración de un joven investigador (Bowen).

«Empezamos a trabajar… y una noche, a las 4:00 de la mañana, de repente desperté y me dije: ya sé porque los costes están aumentando. Me levanté, escribí unas pocas notas, y volví a dormir». La investigación sobre las artes interpretativas les lleva a explicar el problemático presente de las mismas y, además, a predecir su futuro. Respecto a este último, «… sostenemos que uno puede leer las posibilidades que las artes tendrán mañana en la estructura económica que las caracteriza hoy». Y es que lo que están haciendo es un análisis de un «problema estructural» y, para ello, es inevitable analizar su estructura económica.

Como ya se ha señalado, Baumol culmina su investigación sobre «la enfermedad de los costes» («cost disease») en su clásico de 1967 ya mencionado, en el que, primero, formaliza el problema; segundo, lo generaliza a una «amplia variedad de servicios»; y, tercero, lo aplica a las ciudades.

El punto de partida es que los sectores se pueden clasificar en dos clases: los progresivos, en los que aumenta continuamente la productividad del trabajo, y aquellos otros en los que aumenta poco. Mientras que en los primeros (por ejemplo, las manufacturas) «el trabajo es un instrumento» («cuando alguien compra un aparato de aire acondicionado ni sabe ni se preocupa de cuanto trabajo hay en el mismo»), en los segundos (por ejemplo, la interpretación teatral) «el trabajo es en sí mismo el producto final».

Baumol supone que existe movilidad intersectorial del trabajo entre ambas actividades y que, consecuentemente, en términos prácticos los salarios se mueven en paralelo en todos los sectores. Sobre la base de estos y otros supuestos, realiza varias proposiciones. La primera es que los costes por unidad de producto crecerán más en el sector no progresivo. Ello es así porque el continuo aumento de la productividad del sector progresivo lleva a mayores salarios en el mismo, sin que aumenten necesariamente los costes (pues los mayores salarios se compensan con la mayor productividad) y, vía la movilidad intersectorial del trabajo, a mayores salarios en el sector no progresivo, en el que no puede aumentar significativamente la productividad, y en el que, consecuentemente, el aumento de los costes es inevitable, dando lugar a «la enfermedad de los costes».

La segunda es que «en el modelo de productividad desequilibrada hay una tendencia a que las producciones del sector no progresivo cuyas demandas no sean muy inelásticas entren en declive y quizás, al final, desaparezcan». «Algunas, como el teatro, puede verse forzadas a dejar el mercado y puede que tengan que depender del apoyo público voluntario para su supervivencia» o, alternativamente, puede que se mantengan en el mercado reduciendo sus costes (y su calidad) vía su realización mediante aficionados («Algunas actividades… caerán de forma creciente en las manos de aficionados que ya tienen un papel importante en las espectáculos orquestales y teatrales…»).

Esta es la proposición que más nos importa a la hora de ver, por decirlo con sus palabras, el «probable perfil de nuestra economía en el futuro», pues nos dice que, debido a sus costes, determinados sectores no progresivos tendrán cada vez más problemas.

La tercera y la cuarta se relacionan con los efectos que tendría el hecho de que se deseara mantener constante la proporción de ambos sectores en la producción (un “crecimiento equilibrado”, en definitiva) en este contexto de diferente productividad (por lo tanto, con “productividad desequilibrada”).

En síntesis, el mensaje final de Baumol respecto a algunas actividades no progresivas como, por ejemplo, las artes interpretativas es que tenemos que ayudarlas para que nos sigan ayudando, que no podemos dejarlas abandonadas en el mercado, ya que «el crecimiento desequilibrado de la productividad amenaza con destruir muchas de las actividades que tanto enriquecen nuestra existencia y con dejar otras en manos de aficionados».

En su artículo de 1990 sobre los emprendedores (“Entrepreneurship: Productive, Unproductive, and Destructive”, publicado en el Journal of Political Economy), Baumol se enfrenta a una visión muy establecida: que la fortuna de los espacios económicos, su mayor o menor crecimiento, depende de los emprendedores:

«Cuando el crecimiento se reduce, se sospecha que parte de la culpa la tiene el declive de los emprendedores … En otro tiempo y espacio, se dice, el florecimiento de los emprendedores explica la expansión…». Como buen rebelde que es, Baumol dice que las cosas no van por ahí: «en este artículo se propone un conjunto de hipótesis bastante diferente».

Dicho conjunto de hipótesis parte de la afirmación de que «los emprendedores están siempre con nosotros y tienen siempre un papel sustancial». Dicho de otra manera, a su juicio, el problema de la falta de emprendedores es un falso problema, pues nunca faltan. En su opinión, el problema está en la composición (no en el tamaño) de la clase emprendedora. Y es que, contra lo que a veces se dice (que todos los emprendedores son «buenos» –«productivos» en la terminología acuñada por Baumol), lo cierto es que también los hay «feos» («improductivos») y «malos» («destructivos»).

Y es que Baumol define a los emprendedores de una forma más amplia que la que emplea Schumpeter. En el autobús de los emprendedores de Baumol viajan los «buenos» de corte schumpeteriano y, también, los «feos» y los «malos», ya que Baumol considera que, en clave de Veblen, son emprendedores:

 «las personas que son ingeniosas y creativas a la hora de encontrar vías que acrecienten su propia riqueza, poder y prestigio»; y todo esto puede lograrse construyendo («productivos»), vegetando («improductivos») y destruyendo («destructivos») el «producto social».

Este cambio de perspectiva respecto a los emprendedores es decisivo, pues lleva a preocuparse de lo que realmente importa: la composición del conjunto formado por los emprendedores.

A este respecto, hay, de nuevo, quienes apelan, por ejemplo, al «espíritu emprendedor» y a otras cajas negras por el estilo para justificar la abundancia de, por ejemplo, emprendedores improductivos y la escasez de emprendedores productivos en un espacio económico, con las negativas consecuencias que todo esto tiene. Frente a estas cajas negras, Baumol nos ofrece una propuesta muy concreta, medible (caja, pues, «traslúcida»):

“el ejercicio de la labor emprendedora puede ser a veces improductiva o incluso destructiva, y que el hecho de que tome una de estas direcciones u otra que sea más benigna depende mucho de la estructura de recompensas de la economía, las reglas del juego…”.

Esta es su hipótesis central, a la que acompañan tres proposiciones a mi juicio muy productivas y, desde luego, nada indecentes:

  1. Que «efectivamente, las reglas de juego que determinan las recompensas a las diferentes actividades emprendedoras cambian de una forma radical de un tiempo y espacio a otro». Esto significa que no estamos condenados, que podemos cambiar y que, por tanto, otros mundos emprendedores (distinta composición de dicho conjunto) son posibles;
  2. Que «el comportamiento de los emprendedores cambia de una economía a otra, según las variaciones en las reglas del juego». Dicho de otra manera, un emprendedor «improductivo» puede convertirse en «productivo» (o, alternativamente, puede ser sustituido por uno que sí lo sea) si se utilizan adecuadamente el palo y la zanahoria;
  3. Que “la distribución de los emprendedores entre actividades productivas e improductivas, aunque no es la única influencia pertinente, puede tener un efecto profundo sobre la innovación en la economía…”. Esta proposición tiene, a mi juicio, dos componentes: por una parte, que la buena gestión del activo formado por los emprendedores es una condición necesaria (por sus profundos efectos) y, por otra, que no es suficiente, ya que se precisan más cosas (por ejemplo, no olvidarse de cosas tales como la ventaja comparativa) para que todo cuadre.

Artículo escrito por Cándido Pañeda

Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Oviedo

1 Comentario

  1. Alex

    Muy buen artículo, me ha encantado. Enhorabuena!!!

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