Copago y privatización de la sanidad: falsas promesas para un problema complejo

26 enero 2013

Ana y Paloma acaban de romper aguas y están a punto de dar a luz. Viven en la misma ciudad, tienen la misma edad y su embarazo ha sido similar. Lo único que las diferencia es que una de ellas acudirá a su hospital público más cercano, mientras la otra tiene un seguro médico privado, el cual ha aprovechado para realizar seguimiento y parto en un hospital privado. Primera pregunta, ¿cuál de ellas tiene una mayor probabilidad de que le practiquen una cesárea? Si usted no pertenece al mundo sanitario y no sigue su problemática, probablemente le cueste responder a esta pregunta. De hecho, un argumento común es que “cuando se atisba algún problema en el embarazo y hay más probabilidad de que te practiquen una cesárea, sueles acabar en un hospital público, ya que el nivel de su equipamiento y la seguridad son mayores en caso de complicaciones”. Intuitivamente, muchos respondemos que el porcentaje de cesáreas es mayor en un hospital público.

Pero, ¿y si le dicen que un hospital privado o público de gestión privada factura a su seguro conforme al número de intervenciones -anestesia, uso del quirófano, operación, días de hospitalización- practicadas a un paciente? ¿Qué cree que tenderá a hacer el hospital si su objetivo es maximizar un beneficio económico? En un parto rápido puede no ser necesaria la oxitocina (y, en ocasiones, tampoco la epidural), y madre y niño suelen recibir el alta al día siguiente, con lo que el hospital factura una única noche de estancia. Si el hospital, en cambio, programa e induce el parto, se asegura la facturación de oxitocina y epidural; y si además tiene una preocupante tendencia a realizar cesárea, facturará además quirófano, operación y dos noches adicionales de hospitalización. ¿Cómo respondería a la pregunta original tras pensar en estos factores?

Acudamos a los datos para salir de dudas. En España se producen más de 400.000 partos al año, de los que el 75% se atienden en hospitales públicos. La mujer que acudía al hospital privado para dar a luz tiene una probabilidad del 37% de someterse a una intervención quirúrgica, mientras la que acudía al público tiene una probabilidad inferior al 22%: dar a luz en un hospital privado implica asumir una probabilidad 15 puntos superior de someterse a una cesárea. Una probabilidad elevada si tenemos en cuenta que hablamos de una operación, de varios días de recuperación e, incluso, del trauma que el proceso supone para muchos padres. Aunque puede existir un sesgo de autoselección –las familias de renta alta suelen tener sus hijos a una edad más avanzada, lo cual puede incrementar la probabilidad de complicaciones-, la magnitud de la diferencia es tan grande que ha motivado un debate serio –incluso a nivel mundial- alrededor de los incentivos perversos de los hospitales.

Dichos incentivos siniestros no se reducen solo a la propensión a practicar cesáreas. Por ejemplo, como explica este informe de la Comunidad Valenciana, sus hospitales privados o de gestión privada practican más intervenciones en los partos que los públicos. “La atención hospitalaria del parto normal ha supuesto como contrapartida una tendencia creciente en la utilización de tecnologías e intervenciones innecesarias, molestas e incluso desaconsejadas que, por otro lado, restan intimidad y protagonismo a la mujer”. La propia Organización Mundial de la Salud ha alertado del coste emocional y económico que suponen este tipo de intervenciones, en muchos casos innecesarias, como sugieren los datos y las iniciativas civiles y públicas.

No hay soluciones sencillas para un problema complejo

Las peculiaridades del mercado de salud hacen que no existan soluciones simples ni atajos. Cada propuesta ha de ser evaluada con bisturí en función del mapa de incentivos que crea y de las distorsiones que se generan en los incentivos del personal que toma las decisiones. Conforme los presupuestos de las comunidades autónomas pierden margen de maniobra, muchas se plantean reformas en un sector aparentemente intocable. Así, mientras la Comunidad de Madrid ha iniciado un proceso de privatización de algunos elementos del sistema, otros analistas piden un aumento del nivel de copago en determinados servicios sanitarios. En este artículo argumentamos que, si bien la necesidad puede obligar a realizar algún recorte puntual -¡manda uebos!-, es necesario informar al ciudadano de que la implementación de un copago reducido o la privatización de algunos elementos pueden obedecer a una necesidad coyuntural, pero que de ninguna forma solucionan el problema esencial al que se enfrenta nuestro sistema de salud en el largo plazo: el envejecimiento. El no comunicar correctamente este problema aumentará la reticencia de los ciudadanos a aceptar futuras reformas, que pueden llegar a incluir techos en determinadas prestaciones.

En primer lugar, los beneficios del copago sanitario por la atención primaria -mediante tickets moderadores o mediante “euros por receta”- son intrínsecamente limitados. Las cuantías que se plantean, unidas a los lógicos limitantes para no dañar excesivamente la equidad, impedirán una recaudación total elevada, como explicaba José Repullo cuando el debate comenzaba a tomar forma. Por otra parte, el ahorro por inhibición de las visitas también sería reducido, ya que el copago solo afectaría a los servicios de atención primaria -no se pretende que una persona no sea hospitalizada, sino que no acuda a su médico de cabecera en exceso-. Pero la atención primaria solo supone entre el 15% y el 20% del gasto sanitario –la mayor parte corresponde a la hospitalización, con el 65%; el resto es farmacia-, por lo que incluso un importante pero hipotético 10% de ahorro en la atención primaria se traduciría solo en un 0,1% de ahorro en términos del PIB –el peso de la sanidad pública ronda actualmente el 6,7%-. No hay estudios concluyentes sobre cómo afecta el copago a la mejora de la gestión sanitaria. Además, el no acudir al médico temprano para evitar un pago puntual puede derivar en un mayor gasto posterior si el retardo en el diagnóstico hace necesaria la hospitalización.

En segundo lugar, como hemos argumentado con el caso de las cesáreas, la privatización de algunos elementos de la atención sanitaria puede tener un efecto neto dudoso. Por un lado, ni el socialista más convencido puede negar que la gestión privada de muchos servicios implica una gestión más eficiente y con menor coste para el ciudadano -el caso de la telefonía en España es paradigmático-. Pero tampoco puede el liberal más acérrimo ignorar la enorme maraña de incentivos perversos inherente al sector de la Salud. Uno acude al médico sin saber muy bien qué necesita, en un terrible caso de asimetría informativa -imagínese usted entrando en una joyería dispuesto a comprar lo que el dependiente le indique-. Y aunque el mercado tiene sistemas como la reputación o el doble diagnóstico para ayudar a limitar este problema, la privatización de la gestión sanitaria exigiría un nivel de transparencia y buenas prácticas de gobierno que, de no poseerse, bien podría llevar a un resultado neto dudoso. No olvidemos que España es el país en el que, cuando una autopista o una caja de ahorros se convierte en un pozo sin fondo, es el contribuyente el que acaba pagando el error… y sí, ya existen precedentes de “rescates hospitalarios”.

Envejecimiento y gasto sanitario

Estas dos “soluciones en falso” -privatización y copago- pierden importancia cuando se las compara con el gran problema real al que se enfrenta nuestro sistema sanitario: el envejecimiento. Y creemos que es importante detenernos en este punto.  Para ello, nos gustaría pedirle, querido lector, que se concentre en los dos siguientes gráficos e intente extraer sus propias conclusiones. El primero presenta la evolución futura de la estructura demográfica, rescatado de nuestro anterior artículo sobre pensiones.

 

El segundo muestra el gasto per capita en sanidad para cinco grupos de edad. Los datos provienen de un estudio realizado en Canadá, pero son perfectamente comparables a los españoles. El gráfico indica, para cada franja de edad, los dólares que un ciudadano de dicha franja consume en sanidad. ¿Dónde se encuentra el problema?

 

Fuente: Health Expenditures in Canada by Age and Sex. Health Canada.

El problema radica en que, mientras en la actualidad el grueso de la población se encuentra entre los 25 y 60 años, conforme pase el tiempo, al igual que sucedía con el problema de las pensiones, dicha franja cumplirá años hasta que el ciudadano medio de la misma tendrá más de 70. Y mientras los adultos son quienes menos servicios de salud consumen, los mayores de 64 años generan, en términos per capita, hasta 2, 3 y 5 veces más gasto anual en función de la edad.

¿Hasta qué punto el envejecimiento poblacional puede aumentar el gasto sanitario? Aunque es muy difícil prever qué sucederá con la tecnología sanitaria -lo cual quiere decir que tanto puede abaratarse relativamente como encarecerse aún más-, hagamos una sencilla simulación y extrapolemos el coste anual per capita según la estructura poblacional de España en las próximas décadas (la estructura de costes relativos proviene de este artículo científico en la revista Health Services Research). Es decir, multiplicamos para cada año la población en cada franja por el coste relativoper capita de dicha sector de edad. El siguiente cuadro muestra dicha aproximación del aumento del gasto sanitario (en términos del PIB) que el envejecimiento puede llegar a causar.

Hemos incluido en el gráfico, para su comparación, una estimación de los ingresos netos por copago (0,1% de recaudación + 0,1% de inhibición en atención primaria), un efecto denominado “Ganancias privatización” que representa una posible ganancia del 10% por los incentivos privados… y una posible pérdida si el proceso no se lleva a cabo de forma óptima, escenario al cual, en un país como España, podríamos asignar una probabilidad no desdeñable. Beatriz González, en Nada es Gratis, lo explica de forma convincente.

Como muestra el gráfico, la magnitud del problema del envejecimiento excede con mucho a los posibles parches que se puedan poner ahora. En definitiva, el problema es mucho más profundo: vivimos más tiempo, gracias entre otras cosas a una mejor sanidad, fruto de grandes investigaciones científicas y mejoras tecnológicas, que también son más costosas. Además, a partir de una cierta edad aumenta considerablemente la posibilidad de sufrir ciertas dolencias cuyo tratamiento es realmente costoso, y ni el copago va a solucionar esto ni la gestión privada puede obrar milagros al respecto. El caso paradigmático en este caso es, sin duda, Estados Unidos, con la sanidad más avanzada del mundo pero con un coste que duplica ampliamente la del resto de países desarrollados.

¡Son los incentivos!

‘Solucionar’ el problema de la sanidad y el envejecimiento excede con mucho la intención del artículo (¡y la capacidad de los autores!), pero sí creemos que podemos aclarar una cuestión fundamental para que el lector pueda interpretar mejor las distintas propuestas de reforma: los incentivos son la clave de la solución, pero no sólo los económicos.

Apuntamos aquí una serie de elementos a valorar por los responsables que llevarán a cabo las reformas en el sector de la sanidad -a buen seguro, los profesionales y expertos del sector sabrán añadir muchos elementos más-:

·Revisar el sistema de copago actual para que refleje la capacidad de pago real.Los criterios de pago no pueden estar en función de una situación concreta (activo o jubilado), sino bajo criterios de proporcionalidad por renta o patrimonio.

·¿Por qué ha aumentado tanto el gasto corriente desde la descentralización?¿Qué papel ha jugado la pérdida de poder de negociación salarial?

·Centralización de las compras: ¿por qué algunas comunidades autónomas no se han vinculado al nuevo sistema?

·¿Por qué cuesta tanto introducir complementos retributivos variables que incentiven una mejora constante que revierta en menores gastos y mayor satisfacción de los pacientes? Esto es anatema para los sindicatos, pero la alternativa son aumentos de salarios generalizados, independientes de la productividad y la calidad, y que solo sirven para elevar el coste total sin producir mejoras de eficiencia.

·En línea con lo anterior, en lugar de recortar salarios indiscriminadamente, podría compensarse a los que mayor productividad y satisfacción del usuario consigan.

·La rentabilidad económica del centro o del hospital no debería condicionar nunca las decisiones de diagnóstico y tratamiento.

· Se puede profesionalizar la gestión pública sin hacer que los gerentes dependan de accionistas (la Administración) y, por tanto, que velen por los criterios de eficiencia, productividad y calidad asistencial (y se les retribuya por ello).

·Análisis coste-beneficio rigurosos de cada inversión (bajo el lema, “no hay inversión sin análisis previo y que sea transparente para los ciudadanos”): es más barato pagar un taxi semanal individual a 200 pacientes que construir un nuevo búnker de radioterapia a 25 kilómetros de otro no saturado (ponemos este ejemplo por tratarse de un caso real que los autores conocen bien).

España tiene un sistema sanitario público barato en términos de PIB, con amplia cobertura y con buenos índices de satisfacción. Su mantenimiento dentro de unos parámetros de calidad y coste razonables no será fácil ante el problema del envejecimiento. No existen las soluciones sencillas a problemas complejos; duden de quien así se lo quiera vender. Abordar los problemas complejos requerirá soluciones complejas, mucho trabajo, quizás una mayor coordinación a escala estatal y, además, mucha capacidad de comunicación con los ciudadanos y con los profesionales del sector.

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