A la comunicación le ha cambiado la forma de ser

5 diciembre 2018

Sabemos que el 53% de la población mundial (4.021 millones de personas) son usuarios de internet. Que, en países como Mali, el incremento de internautas fue del 460% en el último año. Que el 42% de los humanos participan en las redes sociales y que en lugares remotos como la República de Kiribati la afición por comunicarse por esta vía ha crecido un 191%. Sabemos que Facebook supera los dos mil millones de usuarios y WhatsApp domina la mensajería online en 128 países. Y sabemos que el consumo de datos vía smartphones ha crecido más en África y noreste asiático que en el resto de latitudes.

Son datos de We Are Social en el informe correspondiente al último año. Las estadísticas pueden analizarse desde diversas perspectivas, pero éstas creo que piden un ángulo de visión concreto.

La inclusión de internet y sus distintas aplicaciones y usos en nuestras vidas —algo que ya no distingue países, ni regímenes políticos, ni corrientes económicas— demuestra que la comunicación está ahora más omnipresente que nunca. No es tanto que sea más necesaria ni trascendental, sino que ha impregnado más rincones de nuestro día a día. Nuestros predecesores, hace miles de años, precisaban y usaban también sus propias fórmulas para intercambiar entre sí datos y otro tipo de información y no era ésta menos importante que la actual; al revés, seguramente, en ocasiones, transmitir al vecino de la cueva de al lado la localización de una manada de jabalíes podía significar la diferencia entre vivir y morir o, al menos, entre pasar o no pasar hambre durante una temporada. Para entenderlo mejor, comparemos el valor y consecuencias de esta información con los de la mayoría de los mensajes que hoy intercambiamos entre Emoji y Emoji.

No podemos, por tanto, arrogarnos el mérito de haber elevado la comunicación a una categoría superior, pero sí de haberla transformado en fondo y forma, como nuestros antepasados nunca seguramente pudieron imaginar. Si se me permite un símil de cuchara, es algo así como pasar de la chuleta de jabalí a la hoguera de nuestro de pariente lejano al “semicuajo de campero con secreto de cebolla y patata poché” (tortilla de patata de toda la vida) o al “Niguiri cabezón de socorran y cocotxa a la brasa con bergamota” (plato real del Menú de un restaurante 3 estrellas Michelín). Como en la comunicación, antes y ahora, el objetivo último de cualquiera de estos platos es el mismo y su recorrido gástrico idéntico, aunque difieran en efectos sensoriales y en precio.

No es, por tanto, en mi opinión, un cambio en el ADN de la comunicación lo que la tecnología digital nos ha proporcionado, sino más bien nuevas características que modifican la percepción de su valor.

Pienso que algunas de ellas podemos identificarlas con las siguientes.

Complejidad

Nunca comunicarse con nuestros semejantes fue tan sencillo y, la vez, tan difícil. Pongámonos en la piel de quien durante toda su vida ha apoyado su “red social” en el banco de un parque, o en la barra de un bar, o en el asiento de un trasporte público, o en el sofá compartido del salón de su casa. E imaginemos (los nativos digitales necesitarán hacerlo) que su lenguaje residía en la voz, en la mirada, en el tacto y en ese conjunto de datos y emociones que nuestro cuerpo, consciente o inconscientemente, es capaz de transmitir y el interlocutor capaz de interpretar, eso así, con el requisito imprescindible de ser testigo directo de ello. Estas personas, que ahora pueblan las aulas de “informática para mayores”, no precisaban especiales conocimientos para comunicarse. Diríamos que lo necesario –antes como ahora– lo traían ya de fábrica por el mero hecho de ser seres sociales, inteligentes y con una caja de herramientas de carne y hueso suficiente para interactuar con sus semejantes.

Ahora, lo sencillo se ha vuelto complejo, en ocasiones para añadir riqueza al proceso y al contenido de la comunicación, pero en otras, me temo, que sólo como un ropaje barroco e incluso excluyente y, por tanto, prescindible.

El caso es que hoy hay que conocer los mecanismos de la nueva forma de comunicarse y tener las habilidades necesarias para usarlos y, mejor aún, dominarlos. Parece que nos va en ello el valor del mensaje que queremos transmitir, como si uno tuviera menos cosas que decir por el simple hecho de no tener un perfil en Instagram o negarse a aceptar “amigos” desconocidos en LinkedIn.

Junto a ello, la complejidad de nuestra forma de comunicarnos nos obliga a conocer nuevos lenguajes o, mejor, a retrotraernos a los que nuestros antepasados utilizaban. Un Emoji no es más que la versión pixelada del bisonte de las cuevas de Altamira. La imagen ha resucitado dando lugar a “diccionarios” particulares en los que podemos encontrar un símbolo para cada necesidad o un significado para cada imagen.

La retórica como conjunto de reglas del arte de comunicarnos para persuadir o conmover parece hoy desaprovechada si solo contiene texto plano. El profesor necesita un power point, el político una pantalla, las portadas de los medios impresos se la juegan con la fotografía elegida. Hoy se impone el lenguaje “ilustrado” y triunfa la versión comic de la historia, la literatura etc.

No obstante, la complejidad a la que me refiero no se limita a los procesos y los útiles de la comunicación de nuestra época, también a sus consecuencias. Por abundar en ello, creo que es este aspecto en el que mostramos más carencias y necesita más atención.

La reputación online se ha convertido en un rasgo añadido de nuestra identidad. Véase el “valor” que adquieren los influencers o, en sentido contrario, los problemas que causan los bulos, trolls o especies equivalentes que pueblan la red. Hoy, la comunicación como proceso y la información como contenido, gracias al poder de internet, son más libres que nunca, pero también más peligrosas porque provocan resultados que nos afectan, en extensión e intensidad, con una gravedad desconocida.

La mentira, el chisme o la anécdota adquieren rango de categoría cuando se ponen en manos del algoritmo de Twitter.

Así pues, la comunicación del siglo XXI, digital por necesidad, tiene en su fácil accesibilidad y aparente comodidad complicaciones que están ahí por mucho que las ignoremos o desconozcamos. Si para trasladarnos de un lugar a otro, además de saber andar, estamos ya casi “obligados” a saber conducir un vehículo, para comunicarnos no basta con tener voz sino que es precisa una conexión a internet. Pero, como en la conducción, estar conectados exige conocer riesgos, controlar las herramientas y asumir que, si bien lo importante es llegar, en nuestro caso, el fin no diluye la complejidad del camino.

Velocidad

La inmediatez es otro de los rasgos distintivos de nuestra forma de comunicarnos. Inmediatez que con frecuencia va unida a la irreversibilidad, como demuestra el hecho de que es reciente la posibilidad incorporada a ciertos servicios de email y mensajería de anular durante unos segundos un envío ya efectuado. Hasta hace poco no se admitía el “arrepentimiento online”.

La comunicación es instantánea y la respuesta inmediata. La interactividad o interactuación es una de las propiedades que más hemos interiorizado como usuarios. La comunicación digital parece imponer la urgencia de la respuesta; es más, parece exigir una respuesta, sobre todo si nuestra mesa camilla digital preferida son las redes sociales. De hecho, se da un fenómeno a mi entender curioso como es que hay quienes están sólo para responder. No les interesa iniciar una conversación pero sí intervenir dejando su huella, sin otra pretensión que la de hacer constar su presencia y, si acaso, lograr que los demás se hagan eco de ella. Son como los que se cuelan en la boda sin invitación y, además, salen en la foto.

Esta forma de comunicación sincopada permite eliminar las esperas y suministra la fluidez idónea para la conversación, pero nos pide prescindir de las pausas que necesita la reflexión.

Las redes sociales se han concebido para estimular el contacto fugaz, inmediato y repetido como los escaparates para provocar la compra por impulso. Incluso la sentencia que esconde un like o un retuit parece ser más inapelable cuanto más rápida. La velocidad de comunicación que nos permite la tecnología digital nos enfrenta al riesgo de una comunicación superficial, incompleta e incluso visceral. Se trata más de decir cuanto antes lo que se piensa, que de pensar antes cuanto se dice.

Versatilidad

Los que nos dedicamos a estos temas hemos debido incorporar a nuestra cartera y de forma destacada el concepto Comunicación 360º. En realidad, la expresión es equívoca porque no se trata tanto ni solo de comunicación como de estrategia. En este sentido la Comunicación 360º es un modelo que se apoya en la permeabilidad y la flexibilidad; es pues una comunicación dinámica, basada en el diálogo constante, y líquida, es decir, adaptable. Situada en el territorio estricto de la transmisión de mensajes con un objetivo comercial, esta visión de la comunicación se ajusta a ciertos criterios que son, por un lado, la confluencia de canales diversos para alcanzar a nuestro público objetivo y, por otro, la escala de metas progresivas a alcanzar: informar, persuadir, posicionar, compartir y construir comunidad.

Este modelo de comunicación –entre otros que podría haber elegido— viene a servirme como ejemplo de un valor añadido ahora a la comunicación o que, quizá dicho de forma más precisa, habiendo estado siempre presente, parece adquirir hoy más relevancia. Tal es que ya no se concibe solo para transmitir y recibir información, sino más bien para crear una conexión, tarea en la que, curiosamente, algo tan frio como la tecnología reducida a bits, algoritmos y enlaces inalámbricos, se demuestra imbatible si de establecer lazos emocionales se trata. La misión es crear o/y pertenecer a una comunidad online, a un grupo, a una red, a una agenda de contactos, a los que no sería correcto calificar de “virtuales” (porque existen de hecho), pero a los que sí se aplica una especie de “realidad aumentada”: es la socialización al estilo Pokémon.

Basta conocer el significado del adjetivo versátil para entender que la comunicación de nuestro tiempo o es, en efecto, “capaz de adaptarse con facilidad y rapidez a diversas funciones” (RAE), o deja de ser viable en un entorno como el digital en el que todo está concebido para que fluya en aparente libertad y con abundantes (y especializados) recursos que afectan al lenguaje y la imagen, pero también a los medios y vías de contacto, al alcance, al destino, al objetivo…  

Así pues, complejidad, velocidad, versatilidad son, entre otras, características de la comunicación de ahora, de ésa que ya no precisa tener entre los dedos otra cosa que no sea un teclado o una pantalla ni en la garganta otra voz que no sea la que va de un micrófono a un altavoz.

No sé si con esto el Homo Sapiens es ahora más sapiens, pero desde luego sí se ha vuelto más dicharachero.

Javier Ongay

Artículo escrito por Javier Ongay

Consultor de Comunicación. Prof. ESIC Business & Marketing School

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