¡La tecnocracia ha muerto! Larga vida a la política (II)

26 diciembre 2013

Comenzaba la primera parte de este artículo planteando cuáles son las causas por las que todos los planes de modernización de las Administraciones Públicas españolas abordados desde finales de los años 80 han sido auténticos fiascos. Señalaba como una de las causas del fracaso, el falso punto de partida: los planes han partido de una concepción institucional y atacan lo males puramente administrativos. Sin embargo, las verdaderas causas son exógenas y su solución, requisito previo para el éxito de cualquier proceso de este tipo. La primera de ellas es la mencionada politización, que convierte a las Administraciones en meros instrumentos para la consecución de intereses políticos y electorales, subordinando a ellos el interés general. Concluía resaltando, la necesidad de diferenciar cada una de las esferas: política y administrativa, y articular medidas diferenciadas, pues los problemas derivados de la politización poco tienen que ver con la necesidad de corregir los vicios burocráticos y la incorporación de criterios gerenciales en el ámbito público.

Al hilo de lo anterior, y como consecuencia de esta deriva, encontramos la segunda gran causa del fracaso: El desmantelamiento de la figura del directivo público y de la función pública en general.

El desmantelamiento de la función directiva pública profesional

No hay que pertenecer a la función pública para vislumbrar que el clima no es el adecuado para implantar cualquier proceso modernizador que ha de tener como cimiento la transformación de las actitudes de sus integrantes. Una organización prestadora de servicios e intensiva en capital humano encuentra que su principal factor productivo y motor del cambio está desmotivado, privado de carrera profesional, acostumbrado a la discrecionalidad, a las purgas y al amiguismo como método de ascenso, devaluado su trabajo, desprestigiado ante el ciudadano… En este contexto, es difícil implicar a las personas en procesos de innovación que les requiere un sobreesfuerzo. Pero créanme cuando les digo, por mi experiencia en cuatro administraciones distintas, que el funcionario está deseoso de mejorar, de sentirse valorado y orgulloso de su trabajo, a él le duele en que se ha convertido la Administración y, cuando encuentra el clima adecuado y es considerado sujeto activo, su motivación y compromiso es muy elevado.

Y es aquí donde surge la necesidad de contar con una función directiva pública sólida, formada y profesional, líderes que actúen como auténticos motores del cambio. Personas innovadoras y comprometidas, intraemprendedores que, en sus diferentes áreas sectoriales, implementen las líneas estratégicas de las reformas con compromisos reales y efectivos y, sobre todo, que prediquen con el ejemplo. Por tomar un caso concreto, pensemos en estos tiempos de austeridad, en el que a los que a los funcionarios se les están pidiendo grandes sacrificios, mal van a asumir e interiorizar su responsabilidad con este principio cuando diariamente ven como sus superiores jerárquicos usan el coche oficial para asuntos particulares o destinan presupuesto a gastos innecesarios, como renovar el mobiliario de su despacho o pintarlo de otro color porque el actual, legado de su predecesor, no les gusta -y sigue dándose, no se engañen-.

Llegados a este punto, conviene recordar el marco normativo que rodea a los nombramientos del personal directivo en el ámbito público. El actual Presidente del Gobierno, D. Mariano Rajoy, en sus lejanos tiempos como Ministro de Administraciones Públicas, fue responsable de la redacción de la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE). Uno de sus objetivos era delimitar claramente los puestos que correspondían al ámbito político – Ministros y Secretarios de Estado-, a quienes correspondían las competencias de dirección política, diferenciándolos de los órganos directivos -Subsecretarios, Secretarios generales, Secretarios generales técnicos, Directores generales y Subdirectores generales- llamados a ser los directivos públicos profesionales. Desde esta orientación de profesionalización de la función directiva se establecía que sus titulares deberían ser nombrados, atendiendo a criterios de competencia profesional y experiencia, entre funcionarios de carrera de los Cuerpos Superiores, salvo que, en atención a las características específicas de las funciones, el Real Decreto de estructura del Departamento permitiera la excepcionalidad. Este marco normativo se mantiene esencialmente en las diferentes Comunidades Autónomas.

Resulta innecesario señalar como se producen los nombramientos y hasta qué punto las excepcionalidades se han convertido en norma general. Sírvales de ejemplo el caso extremo, vivido, del nombramiento de un Director General de Recursos Humanos, sin titulación universitaria superior, que desconocía la diferencia entre personal funcionario y laboral. Las necesidades de recolocación política priman -cabe preguntarse si las Administraciones no se han convertido en auténticas agencias de colocación de los “funcionarios” del partido, sin oposición, vaciando, en la práctica, los ámbitos propios del directivo publico profesional-.

Los directivos públicos de carácter político, generalmente ajenos a la Administración, ni la comprenden ni la entienden, más bien constituye para ellos un pesado lastre que les obstaculiza, lleno de funcionarios de los que desconfía, por lo que tienden a rodearse de asesores políticos como él. Sus objetivos están vinculados al área sectorial concreta de su competencia y al entorno política-partido, por tanto, objetivos organizativos superiores, vinculados a los procesos de modernización, no marcan su desempeño. Además, su horizonte temporal es corto y vinculado al calendario electoral, un máximo de cuatro años. Malos líderes para los procesos de reforma administrativa, que necesitan de expertos, conocedores de la cultura organizativa, con implicación en la transformación y con orientación al medio y largo plazo

Aun así, queda ámbito para los directivos públicos funcionarios de carrera y aquí, algún día, los integrantes de Cuerpos Superiores deberíamos comenzar a hacer autocrítica. El hecho de que los criterios para el nombramiento, tanto como Alto Cargo como mediante el procedimiento de libre designación, sean muy lejanos de la experiencia, el mérito y la capacidad, y mucho más cercanos a la afinidad política y lo acomodaticio que se sea, ha generado la instauración de una cultura de supervivencia de “perfil plano”: no hacer demasiado, no practicar la innovación gerencial, centrarse en el área funcional concreta y el “día a día” –“Carpe diem” es lema de moda hoy-. Quien crea e innova asume riesgos pero, como la carrera profesional no depende en absoluto de los resultados, no existen incentivos, más, al contrario, el desincentivo es grande -¿para qué hacerlo si el éxito no será tenido en cuenta y el fracaso puede provocar el cese?-. A ello debemos sumar que la concepción abierta de las Relaciones de puestos de trabajo en muchas de las Administraciones y la inexistencia de un Estatuto del Directivo Público, que especifique los sistemas y requisitos de acceso, lleva a que se ocupen los puestos directivos por especialistas sectoriales, sin la más mínima experiencia, conocimiento y formación en tareas directivas ni técnicas gerenciales públicas. Viviendo el mismo clima enrarecido que vive toda la función pública, sin evaluación objetiva de los resultados obtenidos, privados de motivación para innovar y, en muchos casos, sin formación directiva previa, es difícil implicarlos en el liderazgo del proceso de modernización, que, por otro lado, ya han vivido tantas veces que podrían empapelar sus Ministerios con los folios de los distintos planes fracasados.

En conclusión, el liderazgo en el ámbito público está basado en la potestas, no en la auctoritas. Es el nombramiento en el boletín oficial el que proporciona la legitimidad y no los méritos, la carrera profesional o los resultados. El liderazgo intraemprendedor no se prima ni se incentiva, más bien se persigue y, sin él, los procesos de modernización fracasan.

Regeneración política como requisito previo a la modernización administrativa

Este marco dibujado es, con matices, común a todas las Administraciones Públicas españolas. Suele decirse que a medida que se desciende el nivel administrativo mayor es la politización y la discrecionalidad. Es cierto, los Entes Locales y las Comunidades Autónomas presenta con mayor intensidad cada uno de los vicios apuntados. Pero no es menos cierto que la Administración General del Estado ha ido paulatinamente “autonomizándose”, -un caso reciente, que no es aislado pero que en esta ocasión sí ha llegado a la opinión pública por su magnitud, es el de la Agencia Tributaria-. Parece que la involución es generalizada e irreversible, la clase política está modificando el modelo administrativo constitucional de facto. Quizás sea el momento de abrir un debate abierto y que la sociedad española se pronuncie sobre el tipo de modelo de Administración Publica que desea, definiendo claramente cómo se resuelve la tensión entre gobernanza política y autonomía administrativa, hasta donde llega “la libertad para administrar” y el tipo de directivos públicos. Otros países lo han abordado con diferentes soluciones, Noruega, Nueva Zelanda y Australia son referentes de gran interés.

En espera de los resultados definitivos de la CORA, cabe temer que sea un nuevo brindis al sol. Aun con un cierto grado de acuerdo en sus cuatros líneas generales -eliminación de duplicidades, simplificación administrativa, centralización de servicios y actividades en aras al ahorro y racionalización de la Administración Institucional-, debe tenerse en cuenta que sus efectos han de extenderse al total de las Administraciones Publicas y sector público, con un especial foco en las Comunidades Autónomas con competencias respaldadas constitucionalmente, planteando serias dudas su disposición a “jibarizarse” y recentralizar servicios, siguiendo las directrices de la Administración General del Estado

Más allá, y de manera previa a este proceso iniciado, hubiera sido necesario abordar el modelo territorial del Estado. Por poner un ejemplo práctico, tomando la primera provincia española por orden alfabético, Albacete, y analizando sus diferentes niveles administrativos, se obtienen los siguientes datos: Para proporcionar los servicios públicos a una población de poco más de 400.000 habitantes, los albaceteños cuentan con la Administración General del Estado, a través de la Subdelegación de Gobierno; la Administración autonómica con sus diferentes servicios provinciales; la Diputación Provincial con sus diputados, asesores y estructura administrativa; 87 municipios –el 93% con menos de 3.000 habitantes y el 24% con menos de 500- y las mancomunidades. ¿Son necesarios? ¿Es asumible en términos de gasto público?

La respuesta obviamente es no. Sin embargo, este proceso no se ha abordado, quizás porque hubiera implicado una minoración sustancial de espacios para la política y sus integrantes. Los planteamientos de la CORA, eliminar las duplicidades y el solapamiento, acabar con el despilfarro, etc., no responden sino a la necesidad de reparar las consecuencias de los desmanes políticos vividos en las arenas administrativas y que no se solucionaran en tanto en cuanto la conducta ética y el interés general primen en las decisiones políticas y se racionalice la estructura territorial del Estado y la distribución competencial, que no tiene porque implicar una recentralización, sino la provisión única por el nivel más eficaz y eficiente.

No hay recetas mágicas, pero, sin un proceso previo de regeneración política, una delimitación clara de los ámbitos políticos y administrativos y respeto por los límites establecidos, sin una recuperación de la tecnocracia reconvertida en líderes del cambio, se anunciarán planes por el gobierno de turno que vendrán, supuestamente, a solucionar la herencia de siglos de inmovilismo burocrático, que fracasaran, porque las raíces del mal son ajenas y no existe ninguna voluntad de subsanarlas.

….Mientras los funcionarios, como el Príncipe de Salina, imperturbables y escépticos asistiremos a un nuevo intento fallido, a un episodio más del derrumbe de un mundo destinado desde hace tiempo a desaparecer, para dejar paso a otro igual… o peor.

Sobre la Autora:

Lilian Fernández Fernández

Funcionaria. Más de 16 años de experiencia en puestos de Dirección en la Administración Pública

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Artículo escrito por Lilian Fernández

1 Comentario

  1. Salvador Robles

    Muchas gracias, Lilian, por tus reflexiones. Si la primera parte del artículo ya me pareció muy lúcida, ésta me parece excepcional, con un realismo descriptivo casi naturalista.

    Los que ya tenemos una edad y vivimos las ilusiones de la transición política, no acabamos de entender bien cómo hemos podido llegar a esta situación de degradación y desmoralización general, a esta Administración entregada, reflejo de una sociedad postrada, miedosa, incapaz de articular una respuesta a tanta corrupción y a tanto recorte de servicios y derechos. Qué hemos hecho mal, nos preguntamos, y tratamos de esbozar respuestas.

    Como apuntas, una de las causas de esta situación parece estar arraigada en el siglo XIX y en los orígenes de nuestro Estado liberal moderno, que se apoyaba sobre unos partidos clientelares, voraces y oportunistas.

    Creo que el Regeneracionismo (Joaquín Costa, Perez Galdós, Ramón y Cajal), o la Segunda República supusieron una reacción de lo mejor de la sociedad a ese sistema de oligarquía y corrupción difusa. Creo que también la transición estuvo movida por ese espíritu regenerador.

    Pero, con el tiempo, ha vuelto a tomar cuerpo el viejo modelo partitocrático, donde lo que prima es la mayor capacidad para obedecer, para «ser fieles y leales», implacables en hacer cumplir los mandatos recibidos (por erráticos y cambiantes que puedan ser, no importa).

    Pasa con la Administración pública, por supuesto, pero si uno mira al Poder Judicial, a la Universidad, o a cualquier otra Institución, desde la más alta hasta la más local, percibe que es un mal generalizado: servilismo acomodaticio, palmeros, ética del «pilla, pilla» y recelo contra la innovación son un denominador común.

    Siguiendo con nuestra peor tradición, la inteligencia que no sea mera erudición es sospechosa. Y si, además, se une con espíritu crítico y con proyectos de innovación es, directamente, carne de hoguera o de exilio.

    Cuanto más se deteriore la Administración, más dependiente se hace del poder político. Y así se va configurando una Administración de encefalograma plano, sin cerebro, dotada sólo de «manos», dispuestas a arañar para cumplir con la última alcaldada.

    Una Administración así, que aporta poco valor añadido, es un botín perfecto para el clientelismo, y una excusa perfecta para externalizar los servicios y los trabajos que requieran mayor capacidad.

    En fin, como decía Unamuno, «a veces el silencio es la peor mentira». Es reconfortante comprobar que sigue habiendo gente que, pese a los riesgos, no está dispuesta a callarse.

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