Muchas compras de empresas acaban mal, es una triste realidad. La motivación suele ser la misma: compañía con recursos y ganas de crecer compra a otra para expandirse. Con su compra asume un recorrido en su propio perímetro corporativo. Algunas veces pagan incluso más de lo que valen porqué ya se sabe que la relación entre valor y precio es compleja. Pasa el tiempo y los resultados no son los esperados. La empresa comprada se diluye en la empresa compradora, pero su impacto empequeñece. Algo se rompió en este viaje. Algo que hacía que cuando la pequeña empresa estaba sola, a pesar de todas sus imperfecciones, daba mejores resultados que cuando se incorporó a un proyecto mayor. La empresa compradora pudo hacerse con recursos físicos, o una cartera de clientes, incluso mantener a las mismas personas, pero lo que no pudo fue comprar y mantener el alma de la empresa.
No pretendo hacer un tratado teológico sobre el alma de las empresas. No sabría.
Hablamos del alma de la empresa en referencia a ese intangible que hace que sus situaciones cotidianas tengan sentido y las adversidades se resuelvan por una cadena de complicidades y de inspiraciones no planificadas.
No sabemos qué es el alma de una empresa, pero sí sabemos cuando ya no está. Cuando «ya no es lo mismo». Cuando nos sentimos decepcionados como clientes. Cuando el servicio o producto que percibimos ya no es lo que era. Lo notamos como trabajadores porque las formas cambiaron y los resortes internos del compromiso se alteraron. Lo notamos como accionistas porque más allá de los beneficios no sabemos en qué momento perdimos la brújula del futuro. A veces lo nota también la sociedad cuando algunas empresas exhiben arrogancia o una evidente falta de sensibilidad ante problemas sociales.
El alma se encuentra más cerca de la humildad que de la arrogancia.
Una empresa es un ecosistema complejo y frágil. Las empresas no son simplemente un lugar donde ir a trabajar. Ni tan sólo una cadencia de vender – producir – cobrar. No todas, pero algunas, son mucho más que eso. Hay empresas que se reconocen en un por qué, un propósito que va más allá de una cuenta de resultados. A veces es la relación que se establece entre las personas que forman una comunidad para hacer las cosas con honestidad implícita. Hay empresas que tienen su alma en la trascendencia social con la que saber acompañar su negocio.
A veces el alma de una empresa la alumbra alguien con un liderazgo que sabe cuadrar un triángulo de visiones, transiciones y emociones equilibrado.
El alma de las empresas tiene mucho que ver con un propósito y con la cadena de compromisos que es capaz de suscitar. Cada vez hay más empresas que quieren sintetizar una misión que sepa combinar los beneficios necesarios para sobrevivir con un impacto social significativo. No se trata de empresas que ganan dinero con un modelo de negocio y luego, por responsabilidad social, dan una parte de beneficios a una causa aleatoria. Se trata de modelos de negocio que anidan en su corazón un resultado que es a la vez corporativo y social, permite ganar dinero y mejorar la sociedad a la vez.
En empresas con propósitos relevantes parecen más fáciles los compromisos sostenidos y las almas reconocibles, más allá de campañas de marketing.
Soy optimista, veo cada vez más empresas que quieren afrontar desde su lógica corporativa la solución a problemas relevantes del mundo. No se trata de menospreciar y sustituir a los estados, como hacen algunos profetas del capitalismo consciente, se trata de trazar complementariedades desde empresas con propósitos trascendentes.
Es esperanzador que muchos jóvenes con talento no quieran acercarse a las empresas sin alma, que entiendan que invertir sus energías en empresas sin propósitos significativos es enfocar mal su carrera profesional y su vida.
Cuando una empresa respira autenticidad en las relaciones entre personas —respeto, empatía, autoexigencia—, cuando la centralidad del cliente es algo que se vive con naturalidad, cuando liderar es servir sin vehemencias barrocas, sabemos que tiene alma.
Sabemos que, sin convocarla, el alma asiste a las reuniones y se filtra en las decisiones. Por eso, el reto más grande es crecer mucho y no perder el alma. De las empresas que lo consiguieron decimos que tienen culturas corporativas sólidas dónde los valores son algo más que discursos impostados o póster que rezan consignas.
En las empresas consistentes, el alma y la cultura se plasma en las agendas. Las agendas sin alma reflejan empresas sin alma, inercias sin pulso, rutinas de negocio que se estrellan ante las primeras disrupciones.
Muchas veces me pregunto cómo será el alma cuando las empresas tengan un management muy determinado por el Big Data, la inteligencia artificial, el Blockchain o la robótica.
Me resisto a pensar que el alma de la empresa pueda ser un algoritmo. Me resisto a imaginar que no resida en una comunidad de talento que no sea una suma de inteligencias —naturales y artificiales— que sirvan a un propósito que permita alumbrar un alma intangible y consistente.
No creo en robots que se ruboricen ni algoritmos que nos quiten la angustia. Creo en un nuevo management con gran protagonismo de las nuevas máquinas inteligentes, pero sin desplazar la centralidad de las personas.
Nuestro reto es hacer que las nuevas startups llamadas a cambiar el paisaje empresarial, esas con alma fresca y natural, sepan crecer, y mucho, pero sin perder ese perfume profundo que impregnó sus propósitos iniciales. Que el éxito no perturbe el propósito. Que la tecnología no sepulte el alma.
Artículo publicado anteriormente en La Vanguardia.
3 Comentarios
Importante aportación. A contracorriente de lo que se escribe justificando el crecimiento, sea como sea. Suscribo el 100%.
Si no es así, para qué sirven las empresas?
Me gustaría ponerme en contacto con el autor.
Gran post y reflexiones. Gracias
Gran post , gracias.