Póngame un CRISPR social, por favor

12 octubre 2019

Quizá usted, desconocido lector, sepa hace mucho qué es la edición genómica. Uno, que es de letras, lleva poco tiempo buceando por pura curiosidad en estos arrecifes del presente casi de ciencia ficción en el que sobrevivimos y para estar, más que nada, prevenido ante sobresaltos previsibles y nada aconsejables a cierta edad.

El caso es que hablar de “Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats”, o su acrónimo CRISPR, no aclara mucho. Decir “Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente interespaciadas”, por mucha riqueza léxica que poseamos, tampoco, excepto para las mentes cultivadas en temas de genética o novólatras impenitentes siempre a la última. Pues bien, al decir de los que saben:

CRIPSR es la capacidad real de manejar a conveniencia un mecanismo natural de defensa de nuestras bacterias ante los virus malotes; se trata de poder programar la edición de nuestro ADN cortando donde convenga y sustituyendo lo eliminado por una secuencia celular adecuada. Es un “corta-pega” génico, que servirá para “etiquetar sitios específicos del genoma en células vivas, identificar y modificar funciones de genes y corregir genes defectuosos.”

El mérito de la cosa corresponde sobre todo a dos mujeres, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, que publicaron en la revista Science (2012) el proceso mediante el que se lograba dicha edición del ADN in vitro. Es justo, no obstante, recordar que los primeros estudios y la denominación científica con su acrónimo, CRISPR, corresponden al científico español Francis Mojica a partir de su investigación de la microbiología de las salinas de Santa Pola, en Alicante.

Este avance abre perspectivas inmensas. Poder editar y corregir un genoma supone la posibilidad de curar enfermedades de origen genético hasta ahora incurables. Pero significa también poder alterar embriones, es decir, cambiar, programar y decidir aspectos de la vida y el futuro de quien aún no ha nacido. Son fáciles de deducir las implicaciones no sólo científicas sino también éticas de este avance, tanto como su capacidad de insuflar esperanzas de una vida mejor.

IMAGINEMOS UN ESPEJO…

La interconexión que caracteriza al mundo actual no afecta solo a los procesos y dispositivos de comunicación, por mucho que estos hayan crecido y mejorado hasta dar lugar a eso que llamamos el “Internet de las cosas”. Creo que debemos trascender esta interpretación para intentar aproximarnos a conexiones más arriesgadas. Quiero decir que, así como se asumen la validez de ciertos recursos deportivos en el mundo de la empresa (entrenamiento, trabajo en equipo, superación…), o estrategias de marketing a la política (y a casi todo, en realidad),

¿por qué no situar nuestra sociedad actual frente al espejo de un CRISPR fantástico capaz de devolvernos una imagen diferente de la misma? ¿Qué pasaría si contemplásemos nuestra realidad colectiva como una gran secuencia de ADN a la que poder “meter mano”, en modo corta-pega? ¿En qué parte de nuestra vida creeríamos más efectivo editar nuestro genoma social y para qué? ¿Qué “enfermedades” sociales hereditarias o adquiridas corregiríamos con este método aplicado en un in vitro global imaginario?

Este “What If”, que los creativos publicitarios conocen bien, se me antoja sugerente como ejercicio para conocernos y reconocernos en una realidad que quizá precisa mejoras y novedades. A fin de cuentas, Manuel Jalón nos regaló la fregona porque se atrevió a ello: ¿qué pasaría si unimos un palo y un trapo…? Imaginemos ahora…

Si introdujéramos a la sociedad en un laboratorio para aplicarle la técnica CRISPR y modificar su ADN estaríamos en disposición nada menos que de corregir, eliminar, insertar o activar/desactivar aquellos componentes que, por acción u omisión, no producen los resultados apetecidos. ¿Podemos tan siquiera imaginar la maravilla que supondría tal posibilidad? Recordemos que el CRISPR no hace sino reforzar y ejecutar a voluntad mecanismos de defensa que ya están en nuestro organismo.

La sociedad tiene también sus propios mecanismos de defensa: la ley, la ética, una cierta inteligencia colectiva y hasta una pizca de sentido común compartido.

Pero hemos de reconocer que también tiene agentes infecciosos en permanente acecho que, en mi opinión, confluyen en una especie de macro-virus cuyo síndrome se manifiesta de diversas formas pero se identifica siempre con el deseo de poder y dominio.

Como colectivo, las diversas divisiones que podemos hacer de la sociedad, sea en clases, países, culturas, religiones…, confluyen en una aspiración que es demostrar su poder sobre el resto, sea sometiéndolo o sea rebelándose ante el mismo. Lo intentan conseguir (y a fe que con frecuencia lo logran) mediante la fuerza, el dinero, la ideología, el miedo, el control de una tan aparente como irreal libertad.

Si miramos a nuestro alrededor y observamos el pálpito social más próximo no es difícil comprobar que nuestro comportamiento como tribu, al igual que como individuos, se mueve alrededor del poder, propio o ajeno, que como tal nos situará respectivamente a lomos de la imposición o de la resignación.

O el dominio o el sometimiento. O gobiernas o eres gobernado. Nuestra misma vida particular es un constante viaje entre uno y otro extremo. Nacemos por decisión ajena y a partir de ahí la lucha para tomar las riendas del poder sobre nuestra propia vida es constante. Es una cuestión de pura supervivencia.

CONTRADICCIONES

Si el “ácido desoxirribonucleico” de nuestra sociedad tiene en el poder su principal instrucción genética que heredamos de generación en generación, no es menos cierto que cada época incorpora matices peculiares. Así como con el tiempo hemos aprendido a caminar erguidos y ver el mundo desde una perspectiva distinta a la de nuestros primeros antepasados, el presente nos sitúa ante un “genoma” peculiar: la contradicción como forma de vida.

Si nunca fue fácil entenderse y entendernos, ahora es un sudoku inescrutable.

Veamos. En un mundo globalizado que busca la igualdad, la aproximación, el intercambio sin barreras surgen los nacionalismos más exacerbados asentados sobre la diferencia, la exclusión y la distancia. Ante un ateísmo que hace del descreimiento la única religión, proliferan corrientes pseudofilosóficas y religiosas que promueven una especie de misticismo salvador con un dios diluido en espectáculo. Frente a la explosión de herramientas diversas para relacionarnos, de redes “sociales”, de algoritmos que nos regalan amigos, de escaparates digitales en los que exponer nuestros pensamientos, palabras y obras sin más límite que nuestro pudor, la soledad y el aislamiento tienen casi rasgos de pandemia.

Y, por fin, ante semejante panorama en el que una cosa y la contraria conviven con naturalidad, eso sí, dejando patente la esquizofrenia social en la que estamos abocados a vivir, la ilusión de un CRIPSR que nos permitiera corregir, eliminar, insertar, activar/desactivar algunas partes siquiera de nuestro ADN colectivo se me antoja cada vez más urgente. Sería una especie de deux ex machina que, en efecto, nos facilitaría resolver de forma inesperada lo que parece irresoluble.

LA EDUCACIÓN IN VITRO

¿Dónde está el laboratorio capaz de reconocer las mutaciones malignas del cuerpo social y facilitar su corrección? En la escuela. Y si ponemos, a modo de metáfora, la técnica científica del CRISPR frente al espejo de nuestro mundo y nuestra vida, ¿qué veríamos? Educación. Creo que son el nudo gordiano de todo avance, la solución a la vez que el problema. El CRISPR en un pupitre.

No soy de los que creen que antes se educaba mejor, si nos referimos a la metodología, pero sí de los convencidos que se educaba más, si pensamos en los contenidos. La desazón y apatía que, según dicen los estudios, inunda a buena parte de nuestros jóvenes respecto a su presente y su futuro no obedece solo a la herencia envenenada que les vamos a dejar sino, aunque no sean conscientes, a que no hemos sabido educarles en las habilidades (skills, se dice ahora) y los valores (values, los llaman) en los que siempre se ha apoyado nuestro organismo colectivo para identificar y corregir las células malas que anticipan tumores incurables.

Pocas noticias son tan desalentadoras como las que reflejan las deficiencias educativas (y no me refiero solo a conocimientos sino a comportamientos). El ADN de nuestras generaciones jóvenes necesita un CRISPR con urgencia porque nuestras escuelas y colegios se han convertido con frecuencia en laboratorios para ideologías de conveniencia y experimentos didácticos sin antídoto. Si no inactivamos estos virus seguiremos colocando al poder como máxima aspiración de sus vidas y las contradicciones  como su territorio natural.

No quisiera dejar este lienzo tan gris. Ya que es difícil ir a peor, solo queda mejorar, lo cual ya es esperanzador. Conviene, eso sí, no confiar al “poder” político la mejora de la situación porque su mediocridad actual no augura nada bueno a la vista de que alcanzar el nivel de la propia incompetencia parece haberse convertido en la meta de los profesionales de la cosa pública.

Me temo que el delicado ejercicio de cambiar nuestra predisposición genética al error como sociedad está en manos de unos pocos pero es responsabilidad de todos.

Habrá que ir detectando virus, romper algunos eslabones de nuestro genoma social, retocar nuestro ADN en las aulas y patios de nuestros colegios. Si no lo hacemos, me temo lo peor: que para cuando se den cuenta ni les habremos enseñado a remediarlo ni tendrán a quién reclamar.

Javier Ongay

Artículo escrito por Javier Ongay

Consultor de Comunicación. Prof. ESIC Business & Marketing School

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