La fábula del caballo que sabía multiplicar

3 junio 2025

En septiembre de 1938, cerca de la ciudad checa de Bratislavia, un feriante polaco malgastaba las pocas ganancias del día en una segunda ronda de cerveza. Cómo sería su cara de desesperación que pronto llamó la atención de un ganadero local que bebía licor de cerezas a escasos dos taburetes de distancia.

Hablaron un buen rato. Compartieron desdichas y consuelos, hasta que, en un momento dado, el ganadero desveló algo fascinante: uno de los caballos de la cuadra era capaz de multiplicar. Pero no operaciones simples de “tres por cuatro”. No. Este caballo era capaz de adivinar el resultado de multiplicaciones de dos dígitos. “O más”- le insistió el ganadero.

Sabida es la inclinación de los polacos a no desaprovechar un buen negocio. Y por lo más sagrado que aquí había uno de los buenos. Un caballo que sabe multiplicar pronto se convertiría en la atracción de la feria.” Y una máquina de hacer dinero…”, pensó el feriante.  

Pero antes de comprarlo, pidió un día de prueba para asegurarse de que las habilidades del caballo eran ciertas. Ebrio como estaba de amortizaciones y rentabilidades futuras, ni siquiera paró a preguntar cómo diablos había conseguido el ganadero que su caballo multiplicara. En su lugar, se citaron en la feria al día siguiente.

Llegó el día y el caballo se presentó ante una muchedumbre de curiosos que habían pagado por comprobar que, lo que decía aquel polaco desesperado, era cierto. Como habían acordado el día anterior, el feriante pidió a los asistentes un número de dos cifras al azar.

“El 17”, gritó un anciano desde la esquina. Lo anotó en la pizarra e hizo lo mismo con otro vecino, pero esta vez el número debía ser de tres cifras. “El 133”, escuchó. A espaldas del animal, el feriante hizo la multiplicación: “17 por 133 son 2.261”, murmuró. “¿Estamos de acuerdo?”, dijo en voz alta y esperó la validación general para seguir con el espectáculo.   

Con todo listo para arrancar, el feriante preguntó de forma sobreactuada: “Dime caballo que sabe multiplicar, ¿sabrías decirme si 17 por 133 son 3756?”. De ser cierto, como les había prometido, el caballo patearía el suelo dos veces. En caso contrario, sólo daría un golpe.

Para asombro del paisanaje, el caballo pateó el suelo una sola vez y siguió moviendo la mandíbula. El feriante repitió hasta tres veces la prueba fallida, consciente de que así cargaría de expectación el momento final. “¿Y 2.261? ¿Es 2.261 la respuesta correcta? ¿O va a ser verdad lo que dicen estos señores y no sabes multiplicar?”, vociferó.

En esta ocasión, la criatura tardó algo más en responder, pero lo hizo. Y con dos patadas abrió la boca de todos los presentes; incluido el feriante polaco, que no daba crédito de la ganga que acababa de conseguir. El número se repitió tres veces más aquella tarde. Y en todos, el caballo seguía siendo preciso como un reloj.

De noche, volvió a citarse con el ganadero. Pagó su nueva adquisición y, ahora sí, preguntó por el misterio. Estaba dispuesto a compartir las ganancias del día para sonsacárselo. Tres rondas de licor de cereza después, el ganadero soltó prenda:

“El secreto – le confesó- no está en la operación. Podía ser una división o una raíz cuadrada. Ni siquiera en los números. El caballo no sabe multiplicar. ¡Por Dios, si no es más que un animal…!”, dijo, retando la curiosidad del feriante.

“Lo que sí sabe hacer como nadie, es observar la reacción de la gente -continuó-. Tiene una habilidad innata, que no es muy frecuente en los caballos. Sabe acertar el resultado correcto porque sabe reconocer las expresiones que ponemos al escuchar el resultado correcto. Sin más…”,  zanjó el ganadero, consciente de que aquello iba a ser más que suficiente como para levantarle las ganancias del día a aquel desesperado feriante polaco.

AHORA LA MORALEJA

Puede que te sorprenda, pero esta fábula se usa frecuentemente para explicar algunos rasgos comunes entre las personas neurodivergentes.  

Porque ésta no es una historia de cuadrúpedos y estafas de medio pelo. Es una completa alegoría de cómo procesan el mundo estas personas. De lo complejo que es explicar lo que no se ve, y del precio que acaban pagando por el camino.

Nuestro  caballo no engaña a nadie: simplemente opera en otro código. En lugar de mirar números, observa rostros y reacciones. No le interesan tanto las respuestas como “cazar” patrones.

Su genialidad – invisible e infravalorada- no está en hacer lo que se espera, sino en hacerlo desde un marco mental diferente. Pero, ojo, que en el cuento no se le recompensa por eso, sino por la creencia de que sabe multiplicar. Y eso que todos sabemos lo que hubiera pasado de haber sido evaluado en una prueba estandarizada de matemáticas…

El caballo representa a personas con las que compartes tu entorno. Nada los diferencia, excepto que son capaces de captar señales que pasan desapercibidas para la mayoría: un ligero cambio de tono en la voz, en la expresión o una palabra implícita puede ser suficiente como para desencadenar esta sensibilidad –frecuente en perfiles neurodivergentes como el trastorno del espectro autista (TEA), el TDAH, la alta sensibilidad (PAS) o las altas capacidades-.

A menudo esta condición es vista como distracción, rareza o sobreactuación. Sin embargo, investigaciones en psicología, como la de Elaine Aron sobre personas altamente sensibles, han demostrado que este tipo de percepción amplificada no solo es real, sino estructuralmente distinta.

Los cerebros de las personas altamente sensibles muestran una mayor activación en áreas asociadas al procesamiento emocional y la empatía. No es exageración ni drama: es una arquitectura neurológica distinta.

UNA MÁSCARA QUE NO CAMUFLA

El caballo que brilla en público, lo hace a costa de una atención permanente y exhaustiva a los gestos de los demás. No se mueve con espontaneidad, sino con estrategia. Su acierto depende de su capacidad para leer correctamente el entorno.

Así viven muchas personas neurodivergentes: analizando, calibrando, adaptando. No por elección, sino porque el mundo social está diseñado para funcionar de una sola manera, que no es la suya…

Este fenómeno tiene nombre: enmascaramiento (masking, en inglés). Es un recurso que desarrollan para aparentar “normalidad”: aprenden a imitar expresiones faciales, a seguir guiones sociales, a controlar sus impulsos o camuflar su sobreestimulación. Lo hacen para ser aceptadas. Pero ese camuflaje consume una cantidad enorme de energía. La apariencia de adaptación esconde un cansancio profundo y crónico.

Estudios como los de Laura Hull (2017) han revelado que este enmascaramiento sostenido está asociado a un mayor riesgo de ansiedad, depresión y sensación de desconexión personal.

Porque cuando el esfuerzo de encajar implica ocultar lo que uno es, el precio es la pérdida de uno mismo.

Esto no significa que sean personas sin deseos o identidad propia, sino que su historia de relaciones suele estar marcada por la incomprensión. Crecen con frases como “no es para tanto”, “estás exagerando” o “no te lo tomes así”. Y como han sido invalidadas tantas veces, terminan por dudar incluso de su propia percepción.

Este fenómeno ha sido documentado en investigaciones sobre sensibilidad interpersonal y sobre personas autistas camufladas: la desconexión del yo ocurre como un mecanismo de adaptación emocional, pero termina erosionando la autoestima.

Es difícil confiar en uno mismo cuando has pasado la vida ajustándote para encajar.

TRIUNFAR ES AGOTADOR

Pero en la feria, el caballo parece estar triunfando… Pronto se ha convertido en un espectáculo rentable. Cada patada es un aplauso. Se les ve entusiasmados a todos. ¿Dónde está el problema?

El problema es que el precio que paga el caballo es muy alto. No porque no pueda hacerlo, sino porque para hacerlo debe mantenerse en estado de alerta constante.

Leer al público. No equivocarse. No perder el control. Lo mismo ocurre en el entorno laboral con las personas neurodivergentes que se mantienen “funcionales”. Desempeñan bien su tarea, cumplen objetivos, incluso sobresalen.

El esfuerzo que realizan para sostener esa imagen resulta invisible para los demás. Viven anticipando malentendidos, gestionando su impulsividad, controlando su expresión emocional o escondiendo su saturación sensorial. El resultado es un desgaste atroz.

Un derroche de energía que han documentado numerosos estudios, en los que este colectivo evidencia tasas de burnout mucho más altas que el resto.

Definitivamente las personas neurodivergentes son ese caballo que sabe multiplicar. Pero por mucho que insistas, como en los buenos cuentos, no te dirán cómo lo hacen ni cuánto les ha costado conseguirlo. Aunque eso ya no importa. Porque a partir de ahora, si has llegado hasta aquí, tú también lo sabes… 🙂

Artículo escrito por Juan Duce

Director de Marketing y Estrategia Digital en APD

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