Recapitulemos. Distintos deportistas de nacionalidad española son en estos momentos:
- Campeones del mundo de fútbol
- Campeones de europa de fútbol
- Campeones del mundo de baloncesto
- Campeones de europa de baloncesto
- Número 1 del tenis mundial
- Ganador del Tour de Francia
- Líderes del mundial en todas las cilindradas de motociclismo
Es decir, los deportistas españoles son los primeros de su especialidad en los deportes con mayor tradición en nuestro país. Además, hay numerosos casos de éxito adicionales en deportes con menor seguimiento mediático, y ha habido éxitos recientes en otros deportes que también acaparan una cierta atención (como el automovilismo o el balonmano).
Parte de esta relación entre el interés público y el éxito es endógena, por supuesto: la gente prefiere ver ganar a aquel equipo con el que se identifica, por lo que los éxitos retroalimentan el interés. Un buen ejemplo fue el resurgir del interés por la Fórmula 1 tras los éxitos de Fernando Alonso. Pero está claro que otra gran parte de la relación no lo es: el fútbol (principalmente), el baloncesto y el motor son los principales deportes nacionales (por cobertura mediática), pero los dos primeros deportes no han cosechado históricamente sino fracaso tras fracaso (al menos, a nivel de selección).
¿Qué papel tiene la suerte?
Reconociendo las limitaciones anteriores, ¿cuánto hay de suerte en semejante racha de éxitos? Para una estimación bruta necesitamos unos supuestos de competencia. No todos los países tienen la misma tradición en dichos deportes, ni toda la población mundial tiene acceso a los recursos que son necesarios para el desarrollo de un deportista. Un buen punto intermedio puede estar en la siguiente horquilla: (i) en cada deporte, unas 10 naciones tienen un interés considerable por dicho deporte (lo que alienta la aparición de figuras), y (ii) la población mundial que vive en países desarollados se encuentra alrededor de los 800 millones, mientras España cuenta con unos 44 millones.
Si el éxito final en una competición deportiva fuese una cuestión de suerte (en relación a competidores serios, no pretendemos incluir aquí a naciones sin esperanza alguna), la probabilidad de éxito en una competición oscilaría entre un 10% para el caso (i) y un 5,5% según el caso (ii). Si aplicamos dichas probabilidades a la probabilidad de obtener los 7 grandes éxitos arriba mencionados, obtenemos una horquilla de probabilidad de entre el 0,0000001% (seis ceros detrás de la coma) y el 0,0000000015% (ocho ceros detrás de la coma). Está claro que incluso incluyendo algún fracaso la probabilidad sería absurdamente baja. Visto de otro modo, un 0,0000001% es la probabilidad de sacar unas 23 caras seguidas lanzando una moneda al aire. O la probabilidad de que, escogiendo una persona al azar en España, ésta mida más de 2,20 metros (supuestos: altura media 1,80 y desviación típica 0,08).
¿Y los premios Nobel en ámbitos científicos?
Desde luego que no estamos haciendo ningún gran descubrimiento, sólo cuantificando y descontando el papel que podría haber tenido la suerte en los éxitos de nuestros deportistas. Quizás parte de la explicación sea cultural o ambiental, si bien esta explicación es extremadamente difícil de determinar. Un factor más sencillo de interpretar, al menos cualitativamente, es el de los incentivos. Los deportistas españoles han de enfrentarse (como todos) a la competencia internacional. Y el reparto de premios y financiación, el veredicto año tras año sobre quién podrá dedicarse al deporte y quién no, se realiza de la forma más cruda posible, atendiendo sola y exclusivamente a los resultados.
Y ello no solo es así con el patrocinio privado, que ha entrado masivamente en el deporte español en las dos últimas décadas. Así como los patrocinadores solo premian los resultados positivos, incluso el Programa ADO de ayuda a deportistas olímpicos condiciona sus becas a los resultados obtenidos en las pruebas más importantes de cada año. El fracaso implica quedarse sin beca de entrenamiento.
Este sistema de recompensas difiere mucho de los incentivos a la investigación básica en España, mayoritariamente integrado en las universidades. Finlandia ha demostrado recientemente que la reforma de la universidad es posible, a pesar del rechazo que parece suscitar en ella: dos de cada tres docentes rechazan que los resultados repercutan en su salario. El propio Antonio Cabrales reflexionaba de la siguiente manera respecto a cómo recompensar el esfuerzo:
«Me temo que por más que se empeñe el funcionario, el esfuerzo de verdad no puede medirse. Y por tanto hay que fiarse del “output”. Y aquí solamente hay dos posibilidades. Puedes no recompensar el resultado. Y entonces no hay injusticias. Nadie produce y todo el mundo, docentes y estudiantes reciben poco. La otra posibilidad es recompensar el resultado. Y como desgraciadamente la relación entre esfuerzo y resultado no es determinista, todos se esfuerzan, pero algunos reciben recompensa y otros no. Yo esto lo observo todo el rato. Hay gente mucho más lista, y posiblemente más trabajadora que yo (en mi parte meritocrática del mundo universitario) que no tienen ni la mitad de las ventajas y el reconocimiento que yo he conseguido. Pero todos nos hemos esforzado. Y, colectivamente, hemos empujado un poquito la frontera del conocimiento. El mundo universitario también tiene zonas no meritocráticas. Nadie hace nada, es un desierto intelectual. Pero, eso sí, no hay injusticias. Todos reciben cero por su inexistente resultado. ¿Contentos?»
A la vista de esto, ¿por qué no dejamos de asombrarnos de los éxitos del deporte español y trasladamos a otros ámbitos aquellos factores que podemos controlar y han contribuido a dicho éxito? ¿Serían los resultados del deporte español tan brillantes si no hubiera un sistema de incentivos que premiasen el resultado?