Daron Acemoglu, Lecciones de nuestra complacencia intelectual

12 enero 2010
Lecciones sobre las crisis del sistema económico junto Daron Acemoglu

Daron Acemoglu es catedrático de economía del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) y ganador de la medalla John Bates Clark en 2005 al mejor economista menor de 40 años.

Todavía no sabemos si la crisis financiera y real iniciada en 2008 pasará a la historia como un evento catastrófico singular. La historia no escrita está llena de eventos cuyos contemporáneos pensaron que marcarían una época pero que ya han sido olvidados. Y, por el contrario, muchas personas despreciaron la importancia de la Gran Depresión en sus comienzos. Aunque es muy pronto para saber cómo recordarán los libros de historia la segunda mitad de 2008, es indudable que representa una oportunidad crítica para la disciplina de la economía. Es una oportunidad –y con ello me refiero a la mayoría de la profesión, entre los que desafortunadamente me encuentro- para deshacerse de algunas ideas que no deberíamos haber aceptado sin más. Es también una oportunidad para dar un paso atrás, para ponderar las lecciones más importantes que hemos aprendido de nuestra investigación teórica y empírica –aquella que no ha sido dañada por los recientes eventos- y preguntarnos si pueden ayudar a conducir los debates actuales de política económica.

En este ensayo discutiré mi visión sobre los errores intelectuales que hemos podido cometer y las lecciones que dichos errores nos pueden proporcionar para seguir avanzando. Mi objetivo no es criticar las distintas corrientes de pensamiento sino extraer lecciones de la crisis para nosotros mismos y para los responsables de la política económica. Muchos principios económicos relativos al aspecto más importante de nuestra disciplina, el potencial de crecimiento a largo plazo de las naciones, son todavía válidos y contienen importantes lecciones intelectuales y prácticas para nuestro debate. Pero, curiosamente, dichos principios han jugado un papel menor en el debate académico y han estado completamente ausentes en el debate político. Como economistas académicos, son estos principios y sus implicaciones sobre el crecimiento a largo plazo los que deberíamos recordar a nuestros responsables políticos.

Lecciones de nuestra complacencia intelectual

La crisis aún se está desarrollando y existe todavía una gran incertidumbre acerca de qué ha ocurrido en los mercados financieros y dentro de muchas empresas; sabremos más con el transcurso de los años. Aunque ya conocemos parte las causas, la mayoría de nosotros no supimos reconocerlas antes de la crisis. Tres ideas preconcebidas nos llevaron a ignorar la raíz de los problemas y sus causas.

La primera idea errónea era que la edad de la volatilidad total del sistema había llegado a su fin. Creíamos que a través de una política económica eficaz y con la ayuda de las nuevas tecnologías, incluyendo nuevos métodos de comunicación y de control de inventarios, los ciclos económicos habían sido conquistados. Nuestra creencia en una economía más estable nos hizo más optimistas en lo que respecta a los mercados de valores e inmobiliarios. Si parecía que se avecinaba una contracción suave y breve, resultaba más fácil creer que los intermediarios financieros, empresas y consumidores no debían preocuparse por la posibilidad de grandes caídas en el mercado de valores.

A pesar de que los datos muestran una relación negativa muy robusta entre la renta per cápita de una economía y su volatilidad, y a pesar también de que muchos indicadores habían mostrado una disminución de la volatilidad agregada desde la década de los 50 –e incluso desde antes-, estos patrones empíricos no querían decir que los ciclos económicos hubieran desaparecido ni que los eventos económicos catastróficos fuesen imposibles. Los mismos cambios que han hecho nuestras economías más diversificadas y que han reducido el riesgo dentro de las empresas han incrementado también las interconexiones entre las mismas, pues la única manera de diversificar el riesgo idiosincrático es el compartir dicho riesgo con otras empresas e individuos. Dicha interconexión hace al sistema económico más robusto contra pequeños shocks, pues los nuevos productos financieros diversifican con éxito una amplia gama de riesgos idiosincráticos, pero también hacen que la economía sea mucho más vulnerable a ciertos eventos muy improbables –también llamados eventos de cola-, pues las mismas interconexiones necesarias para la diversificación pueden potencialmente crear efectos dominó entre las instituciones financieras, empresas y hogares. En este sentido, no debería sorprendernos que años de estabilidad puedan ser seguidos por tiempos tumultuosos y de notable volatilidad.

Existe otro aspecto por el cual el mito del fin del ciclo económico contradice las propiedades fundamentales del sistema capitalista. Como explicaba Schumpeter, los mecanismos del mercado y la dinámica de la innovación que constituyen su esencia llevan consigo una fuerte dosis de destrucción creativa, mediante la cual empresas, procedimientos y productos existentes son reemplazados continuamente por otros nuevos. Gran parte de dicha destrucción creativa tiene lugar a nivel microeconómico. Pero no toda. Existen muchas compañías con un tamaño tal que el relevo de su negocio central por otras empresas y productos tiene implicaciones para el sistema en su conjunto. Además, muchas tecnologías genéricas son compartidas por diversas compañías en diferentes líneas de negocio, por lo que su fallo y potencial reemplazamiento por nuevos procesos tendrán también ramificaciones en el sistema. Del mismo modo, las empresas e individuos toman decisiones bajo información imperfecta y aprendiendo potencialmente del resto y de prácticas pasadas. Este proceso de aprendizaje introduce una correlación y comportamiento en paralelo de los agentes económicos, lo que también extiende la destrucción creativa del nivel micro al macro.

Las grandes caídas en las cotizaciones de los activos y las insolvencias simultáneas de muchas empresas deberían alertarnos de que la volatilidad agregada es una parte inevitable de la economía de mercado. Entender que dicha volatilidad nos acompañará debería orientar nuestra atención hacia modelos que nos ayuden a interpretar las distintas fuentes de volatilidad y delinear qué componentes están asociados al funcionamiento eficiente de los mercados y qué otros son producto de fallos de mercado. El estudio en profundidad de la volatilidad agregada requiere investigación conceptual y teórica sobre cómo la creciente interconexión natural de nuestro sistema económico y financiero afecta a la asignación de recursos y del riesgo tanto de empresas como de individuos.

La segunda idea que aceptamos apresuradamente es que la economía capitalista vive en un espacio libre de instituciones, en el que los mercados controlan milagrosamente el comportamiento oportunista. Olvidando el fundamento institucional de los mercados, hemos confundido los mercados libres con los mercados no regulados. Aunque sabemos que hasta los mercados más liberalizados se basan en un conjunto de leyes e instituciones que protegen la propiedad privada, aseguran el cumplimiento de los contratos y regulan el comportamiento empresarial y la calidad de bienes y servicios, nos fuimos abstrayendo, en nuestra conceptualización de los mercados, del papel de las instituciones y de la regulación que hacen posibles las transacciones. Es cierto que el papel de las instituciones ha recibido una mayor atención en los últimos 15 años, pero la corriente general consistía en comprender por qué los países pobres eran pobres, en vez de comprender la naturaleza de las instituciones que aseguran el progreso continuo en las naciones más avanzadas y cómo deberían cambiar para adaptarse a la continua evolución de las relaciones económicas. En nuestro olvido de la importancia de las instituciones como soporte de los mercados fuimos a la par con nuestros responsables políticos, que fueron atraídos por principios ideológicos extraídos de novelas de Ayn Rand, en lugar de los principios de la teoría económica. Y dejamos que su política y su retórica fijase la agenda de nuestra preocupación por el mundo y, quizás aún peor, de nuestros consejos de política económica. A la vista de esto, no debería sorprendernos que los individuos sin regular en busca de su propio beneficio hayan tomado riesgos de los que ellos se benefician mientras otros pierden.

Pero ahora sabemos más. Pocos entre nosotros argumentan hoy que la vigilancia de los mercados es suficiente contra el comportamiento oportunista. Muchos quieren ver esto, desde dentro y fuera del mundo académico, como un fallo de la teoría económica. Estoy completamente en desacuerdo con dicha conclusión. Por el contrario, el reconocer que los mercados existen en fundamentos creados por las instituciones –que un mercado libre no es lo mismo que un mercado no regulado- enriquece tanto la teoría como la práctica. Ahora debemos centrarnos en construir una teoría de las transacciones de mercado que esté más en línea con los fundamentos institucionales y regulatorios. Debemos también volver a la teoría de la regulación –tanto de empresas como de instituciones financieras- con vigor renovado y con una nueva visión a la luz de la experiencia actual. Una contribución importante y profunda de la disciplina de la economía es el hecho de que la avaricia no es buena o mala en abstracto. Cuando se enfoca hacia un comportamiento maximizador de beneficios, competitivo e innovador bajo la supervisión de leyes y regulación sólida, la avaricia funciona como motor de innovación y crecimiento económico. Pero si no es supervisada por parte de las instituciones y de la necesaria regulación, degenera en búsqueda de rentas, corrupción y crimen. Nuestra decisión colectiva consiste en gestionar la avaricia que muchos poseen inevitablemente en nuestra sociedad. La teoría económica es una guía acerca de cómo crear los sistemas de incentivos y estructuras de recompensa correctos para contener dicha avaricia y convertirla en una fuerza de progreso.

La tercera idea que también ha sido destruida por los recientes eventos es menos obvia. Y es una idea en la que yo creía fervientemente. Nuestra lógica y nuestros modelos sugerían que, incluso si no podíamos confiar en los individuos, especialmente en una situación de información imperfecta y ausencia de regulación, sí podíamos confiar en que las grandes empresas de toda la vida –compañías como Enron, Bear Stearn, Merrill Lynch o Lehman Brothers- se vigilarían a sí mismas y a sus empleados porque habían alcanzado suficiente “capital reputacional”. Nuestra fe en dichas grandes y vetustas organizaciones había temblado pero todavía estaba en pie tras el escándalo contable de Enron y otros gigantes a principios de la presente década. Puede que dicha fe haya sufrido ahora el golpe fatal.

Nuestra confianza en la capacidad de autovigilancia de las organizaciones ignoraba dos dificultades críticas. La primera es que, incluso en las empresas, el seguimiento lo llevan a cabo individuos: directores ejecutivos, gerentes y contables. Y, del mismo modo en que no deberíamos haber confiado ciegamente en los incentivos de corredores de bolsa dispuestos a asumir riesgos astronómicos de los cuales no iban a ser los responsables últimos, no deberíamos haber puesto nuestra fe en la vigilancia de unos individuos por parte de otros sólo porque formaban parte de grandes organizaciones. La segunda consecuencia es aún más perturbadora para nuestra forma de ver el mundo: la vigilancia basada en la reputación requiere que los errores sean castigados severamente. Pero la escasez de capital específico y de saber hacer implica que dichos castigos no son generalmente muy creíbles. El argumento intelectual para el salvamento del sistema financiero en otoño de 2008 ha sido que las organizaciones claramente responsables de los problemas actuales debían ser salvadas de todos modos porque son las únicas con el capital específico necesario para sacarnos de esta situación. No es un argumento inválido, pero tampoco es el único argumento. Mientras los incentivos para comprometer la integridad, sacrificar la calidad y tomar riesgos innecesarios estén ahí, la mayoría de las empresas actuarán del mismo modo. Y, puesto que la desaparición de habilidades específicas, capital y conocimiento que el castigo crearía un coste demasiado alto para la sociedad, cualquier tipo de castigo pierde su efectividad y credibilidad.

Las lecciones para nuestra forma de pensar que siguen a estas reflexiones son dos. En primer lugar, necesitamos replantearnos el papel de la reputación de las empresas en las transacciones de mercado teniendo en cuenta las condiciones de equilibrio –el valor que proporciona la escasez de las habilidades y experiencia cuando la reputación de muchos de ellos falla simultáneamente-. Segundo, hemos de volver sobre las cuestiones clave de la economía de las organizaciones, de modo que la reputación de las empresas se derive del comportamiento e interacciones de sus directores, gerentes y empleados, en vez del enfoque del hipotético agente principal que maximiza el valor actual neto descontado de la empresa.

Al observar el resultado de nuestro trabajo académico, siempre podremos culparnos de dejar de lado perspectivas más profundas y por no haber sido más amplios de miras que nuestros responsables políticos. Incluso podremos culparnos de haber sido cómplices de la atmósfera intelectual que nos ha llevado al actual desastre. Pero, en el lado positivo, la crisis ha incrementado la vitalidad de la economía como disciplina y ha puesto de relieve numerosas y complicadas preguntas, tan relevantes como excitantes. Estas preguntas van desde la habilidad de los mercados para manejar el riesgo, las interconexiones y la disrupción provocada por el proceso de destrucción creativa hasta cuestiones sobre marcos regulatorios óptimos y la relación entre las instituciones subyacentes y el funcionamiento de los mercados y las organizaciones. Durante la siguiente década, debería ser mucho menos preocupante, para los economistas jóvenes y brillantes, encontrar temas nuevos y relevantes en los que trabajar.

Lecciones de nuestro patrimonio intelectual

A pesar de que muchas ideas que nos eran queridas han de ser replanteadas, muchos otros principios que son parte de nuestro patrimonio intelectual son útiles para entender cómo hemos llegado aquí y para advertirnos contra los principales errores cometidos en nuestros intentos para afrontar la crisis. No es sorprendente, dado mi trasfondo intelectual, que dichos principios estén relacionados con el crecimiento económico y la economía política.

En primer lugar, es evidente que hemos de tener cuidado con las claves del crecimiento económico. Dejando de lado un posible colapso total del sistema financiero, incluso con la severidad de la crisis global, la caída del PIB más probable para muchos países se encuentra en torno a algunos puntos porcentuales, y la mayor parte de dicha caída hubiera sido inevitable dada la sobreexpansión de la economía en los años precedentes. En contraste, pequeños cambios en la tasas de crecimiento futuras se acumularán hasta niveles mucho mayores en una o dos décadas. Por lo tanto, desde la perspectiva del bienestar y de la economía política, debería ser evidente que sacrificar crecimiento económico para afrontar la crisis actual es una mala opción.

El crecimiento económico merece nuestra atención no sólo por su gran importancia en los cálculos de bienestar, sino también porque comprendemos muchos aspectos del crecimiento y sus principales fuentes razonablemente bien. Existe un amplio consenso teórico y empírico sobre el papel del capital físico, humano y tecnología en la determinación de la producción y del crecimiento. Del mismo modo, comprendemos también el papel que juegan la innovación y la reasignación a la hora de propagar el crecimiento económico y conocemos las líneas gruesas del marco institucional que hace posible la innovación, la asignación y el crecimiento en el largo plazo.

Los recientes eventos no han ensombrecido la importancia de la innovación. Por el contrario, hemos disfrutado de la prosperidad durante dos décadas gracias a la rápida innovación, independientemente de las burbujas y los problemas financieros. Hemos sido testigos de un increíble ritmo de innovación –software, hardware, telecomunicaciones, productos farmacéuticos, biotecnología, entretenimiento e incluso en el comercio mayorista y minorista-. Estas innovaciones son responsables de la mayoría de los avances de productividad que hemos disfrutado durante éstas dos últimas décadas. Incluso la innovación financiera, ahora bajo sospecha, es en la mayoría de casos valiosa socialmente y ha contribuido al crecimiento. Los instrumentos financieros complejos fueron objeto de mal uso para asumir riesgos en los que las posibles pérdidas serían trasladadas a terceros que nada sospechaban de ello. Pero, allí donde han sido debidamente regulados, han permitido estrategias más sofisticadas para diversificar y compartir el riesgo. Han permitido, y lo seguirán haciendo, reducir a las empresas el coste de uso del capital. La ingenuidad tecnológica es clave para la prosperidad y el éxito de la economía capitalista. Las nuevas innovaciones y su difusión e implementación jugarán un papel central en el renovado crecimiento económico que vendrá tras la crisis.

El otro pilar del crecimiento económico es la asignación de recursos. Puesto que la innovación suele venir acompañada de destrucción creativa Schumpeteriana, tendrá como consecuencia el reemplazo de empresas y procesos de producción basados en antiguos métodos por otros nuevos. Esto es sólo un aspecto de la asignación, de todos modos. La volatilidad inherente a la economía de mercado se muestra también a través del incesante cambio en la demanda de los servicios y en la productividad de las empresas. Esta volatilidad, reforzada quizás ahora más que nunca por la mayor interconexión global, no es una maldición contra la cual tengamos que defendernos, sino una oportunidad de la economía de mercado. Al asignar recursos allí donde la productividad y la demanda son mayores, el sistema capitalista puede explotar dicha volatilidad. Los avances de las dos últimas décadas subrayan de nuevo la importancia de la localización, ya que el crecimiento económico, como siempre, se produjo en paralelo al desplazamiento de producción, capital y trabajo desde empresas establecidas hacia sus competidoras, a menudo extranjeras, y desde sectores en los que los Estados Unidos y demás países avanzados dejaron de tener ventaja comparativa hacia aquellos países en los que dichas ventajas se hicieron más fuertes.

El principio final que me gustaría enfatizar está relacionado con la política económica del crecimiento. El crecimiento económico solo tendrá lugar si la sociedad crea instituciones y políticas que incentiven la innovación, la asignación correcta de recursos, la inversión y la educación. Pero dichas instituciones no deben considerarse como dadas o inmutables. Debido a la deslocalización y destrucción creativa inherente al crecimiento económico, siempre habrá partidos políticos, a menudo partidos fuertes, opuestos a algunos aspectos del crecimiento económico. En muchas economías en desarrollo, el aspecto clave de la política económica del crecimiento consiste en asegurarse de que las empresas, políticos y partidos a los que incumbe dicho proceso no secuestren la agenda política y creen un entorno opuesto al progreso económico y al crecimiento. Otra amenaza para las instituciones fundamentales del crecimiento económico proviene de sus últimos beneficiarios. La destrucción creativa y la deslocalización no sólo dañan a empresas establecidas sino también a sus empleados y proveedores, a veces incluso destruyendo el modo de vida de millones de trabajadores y campesinos. Es fácil entonces que la población afectada por shocks adversos y crisis económicas –especialmente en aquellos países en los que la política económica no tejió una red de seguridad efectiva- se vuelva contra el sistema de mercado y apoye políticas populistas que crearán barreras al crecimiento económico. Estas amenazas son tan importantes para las economías desarrolladas como para las de los países en desarrollo, especialmente en este momento actual de crisis.

La importancia de la política económica ha sido también infravalorada por los recientes acontecimientos. Es difícil explicar la historia del fallo en la regulación de los bancos de inversión y de la industria financiera durante las dos últimas décadas, y la de los planes de salvamento aprobados, sin alguna referencia a la política económica. Estados Unidos no era un país como Indonesia bajo el mandato de Suharto ni Filipinas bajo Marcos. Pero no hemos de ir hasta tales extremos para imaginar que, cuando la industria financiera hace contribuciones millonarias a las campañas de senadores y congresistas, ello tendrá una gran influencia en las políticas que afectarán a su modo de vida o que el hecho de que los banqueros de inversión den forma a la regulación –o ni siquiera le den forma alguna, como puede haber sido el caso- que afectará sus actividades sin una mayor amplitud de miras puede llevar a problemas económicos. También es difícil divisar un escenario en el cual las políticas actuales y futuras no sean influenciadas por el rechazo contra el mercado de aquellos que han perdido sus casas y su modo de vida.

Lecciones ausentes

El diseño de medidas para contener y atajar la crisis global ha considerado muchos factores económicos. Pero sus posibles impactos sobre el crecimiento económico en el largo plazo, la innovación, localización y política económica han estado ausentes del debate.

Un gran plan de estímulo fiscal que incluye un salvamento tanto del sistema financiero como de empresas automovilísticas, entre otras medidas, tendrá sin duda una fuerte influencia en la innovación y en la localización de la actividad. Ello no es un argumento para no apoyar el plan, pero es importante considerar el conjunto de implicaciones. La localización óptima sufrirá claramente como resultado de muchos aspectos del actual plan de estímulo. Las señales del mercado sugieren que el trabajo y el capital deberían abandonar las Tres Grandes de Detroit (General Motors, Ford y Chrysler) y que la fuerza de trabajo más cualificada debería moverse de la industria financiera hacia sectores más innovadores. Esta última recolocación tiene una importancia crítica, dado que Wall Street atrajo a muchas de las mejores –y más ambiciosas- mentes durante las dos últimas décadas. Ahora nos percatamos de que, a pesar de que dichas mentes jóvenes y brillantes han contribuido a la innovación financiera, han usado también su talento para crear nuevos métodos para asumir grandes riesgos cuyas consecuencias no iban a asumir. Un frenazo a dicha reasignación significaría también un frenazo a la innovación.

Existen muchas áreas de fuerte potencial innovador que pueden sufrir directamente como resultado de la crisis y de nuestra respuesta política a la misma. Las mejoras en la distribución mayorista y minorista y en la prestación de servicios se frenarán conforme se contrae la demanda. Un área clave para las próximas décadas, la energía, también puede convertirse en víctima. La demanda de fuentes alternativas de energía era fuerte antes de la crisis y prometía un nexo de unión entre la ciencia y los beneficios similar al que hemos disfrutado en la computación, la industria farmacéutica y la biotecnología. Con la disminución del precio del petróleo y las escasas probabilidades de aprobación de una necesaria mayor fiscalidad sobre los carburantes se ha perdido parte de la inercia. Si los salvamentos no exigen una reasignación apropiada en el sector automovilístico, otro aspecto importante del camino hacia tecnologías más eficientes energéticamente será también desaprovechado.

Todas estas preocupaciones no son suficientes para inhibirnos de un necesario plan de estimulo. En mi opinión, no obstante, la razón para ello no es tanto amortiguar el golpe de la recesión sino que está relacionada de nuevo con el crecimiento económico. El riesgo que afrontamos es el de una “trampa de expectativas” en la que los consumidores y los responsables políticos se vuelven pesimistas acerca del crecimiento futuro y de la promesa del mercado. No comprendemos las trampas de expectativas lo suficientemente bien como para saber cómo suceden y qué dinámica económica provocan. Y el desconocimiento no niega los peligros que plantea. El retraso en la decisión de compra de bienes duraderos por parte de los consumidores puede tener graves efectos, especialmente cuando los inventarios son altos y el acceso a crédito está más restringido. Una trampa de expectativas de este estilo ahondaría y alargaría la recesión y crearía quiebras y liquidaciones masivas en lugar de la necesaria destrucción creativa y reasignación.

De todos modos, en mi opinión, el mayor riesgo de una trampa de expectativas y de una recesión profunda se encuentra en otro lugar. Los consumidores y los políticos podrían empezar a pensar que la causa de los males de hoy se encuentra en los mercados libres y podría empezar a flaquear su apoyo hacia la economía de mercado. El péndulo podría llegar demasiado lejos y llevarnos a una era de fuerte intervención gubernamental, alejada de la necesaria regulación fundamental de los mercados. Creo que dicha posibilidad y las políticas anti-mercado que traería es la gran amenaza para las perspectivas futuras de crecimiento de la economía global. Las restricciones en el comercio de bienes y servicios serían un primer paso. Las posibles políticas que impidiesen la reasignación y la innovación serían el segundo paso, igualmente perjudicial. Cuando se habla de salvar y proteger ciertos sectores, es posible que detrás vengan propuestas sistemáticas sobre restricciones comerciales y política industrial.

Un plan de estímulo bien planteado, incluso con todas sus imperfecciones, es probablemente el mejor modo de luchar contra estos peligros y, teniendo todo en cuenta, hay suficientes razones para que los economistas académicos y ciudadanos preocupados apoyen los actuales esfuerzos para asegurarse contra los peores resultados que podamos encontrarnos. De todos modos, los detalles del plan deberían ser diseñados para crear la distorsión mínima posible en el proceso de asignación e innovación. Sacrificar el crecimiento por el miedo al presente sería un error tan grave como la inacción.

El riesgo de que la confianza en el sistema capitalista pueda desaparecer no debería ignorarse. Después de todo, si las dos últimas décadas fueron recibidas como el triunfo del capitalismo, su amargo desenlace también representaría un fallo de dicho sistema. No es sorprendente que esté en desacuerdo con dicha conclusión, pues no pienso que el éxito del sistema capitalista pueda encontrarse o se haya basado en mercados sin regulación. Como he explicado, lo que estamos viviendo no es un fallo del capitalismo o del libre mercado per se, sino el fallo de los mercados no regulados –en concreto, del fallo en la regulación del sector financiero y de la gestión del riesgo-. Ello no debería hacernos menos optimistas en cuanto al potencial de crecimiento de las economías de mercado –suponiendo que los mercados se basen en fundamentos institucionales sólidos-. Pero como la retórica de las dos últimas décadas igualó capitalismo con falta de regulación, este matiz no será percibido por muchos de los que han perdido su trabajo y su casa.

La reacción negativa popular es, por lo tanto, inevitable. La cuestión es cómo contenerla. Pero la respuesta política de los últimos meses sólo ha empeorado las cosas. Una cosa es que la mayoría de la población piense que los mercados no funcionan tan bien como los especialistas prometían. Pero otra cosa mucho más grave es que los ciudadanos lleguen a pensar que los mercados son sólo una excusa para que ricos y poderosos se llenen los bolsillos a su costa. ¿Cómo podrían no pensar así cuando los planes de salvamento se han diseñado para ayudar a los banqueros y para minimizar el daño en los principales responsables de la debacle?

Este no es el lugar para formular propuestas concretas para mejorar los planes de estímulo y salvamento, ni yo tengo la experiencia necesaria para ello. Aunque nuestra profesión fue en parte cómplice del desencadenamiento de la actual crisis, aún tenemos mensajes importantes para nuestros responsables políticos. Y no se trata de detalles sobre los distintos planes, sobre los que muchos especialistas se han apresurado a opinar, sino sobre la perspectiva a largo plazo. Deberíamos enfatizar las implicaciones de las propuestas políticas sobre la innovación, la asignación de recursos y los fundamentos de economía política del sistema capitalista. El crecimiento económico debería ser una parte central de la discusión, no una ocurrencia que llegue ya tarde.

Artículo escrito por Consejo Editorial

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